jueves, 27 de noviembre de 2008

Capitulo 7

Esa semana Javier no me llamo, ni la siguiente.
Yo seguía sin hacer nada. Salí en esas dos semanas tres veces a buscar trabajo, compre el diario y fui a una entrevista cada uno de esos tres días. Una fue en una inmobiliaria como cadete, otra en una fabrica de autos de juguete y la ultima a la que fui era en un restaurante como mozo. De ninguno de los tres lugares volví a tener noticias.
Un día cuando me levante en lugar de ir a buscar trabajo fui a caminar a la costanera. Era un lindo día de sol, con poco viento y una temperatura agradable.
Cuando volví a casa mi mamá me dio una carta que me había llegado del gobierno de la ciudad.
La abrí rápido, con curiosidad. La leí:
Estimado Pablo Gomez: su poema “Siempre falta poco para que sea tarde” ah sido premiado con el segundo premio en el certamen “una ciudad- un poema” organizado por el Gobierno de la ciudad…
Después decía el lugar al que tenía que ir para la entrega de premios y algunas cosas más.

Estaba sorprendido. No se lo conté a nadie. Me guarde la carta en el cajón de la mesa de luz. Y me tire en la cama. Miraba al techo y sonreía. Saque de nuevo la carta y volví a leerla. No decía cual era el premio.
Era martes y el jueves era la entrega de premios. Era en el teatro San Martín a las 18 horas.

Estaba raramente contento, saque mi cuaderno y escribí unas pocas líneas. Lo cerré y me quede dormido.
Cuando me desperté ya había oscurecido de nuevo. La alegría se me había pasado. Estaba como estaba siempre. Abrí el cajón de la mesa de luz y miré el sobre, no saque la carta, volví a cerrarlo.
Salí a la calle y había poca gente, solo unos pocos que volvían envueltos en sus camperas a sus casas después de su jornada laboral. Me sentía triste, en realidad me sentía solo más que cualquier otra cosa.
Fui hasta una pizzería y me compre tres empanadas de pollo y una cerveza. Las comí sentado en la única mesa que había en el lugar. El dueño estaba transpirado por el calor del horno y miraba una novela por la televisión. Me preguntó si era del barrio y le dije que no aunque en realidad estaba a diez cuadras de mi casa.
Cuando terminé de comer me fui a sentar en un bar que estaba sobre la avenida Montes de Oca. Me pedí un whisky con hielo. Lo tome mientras los mozos barrían y levantaban las sillas y las colocaban sobre las mesas para cerrar.
Volví a casa caminando mareado, solo y triste.
Mi vida seguía estancada y dentro de cuarenta horas tenía que ir a buscar un premio que no sabia que era por un concurso de poesía.

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